A los cinco años (o tal vez seis, no lo recuerdo con exactitud), asistí al colegio por primera vez. Residía en Petrer (el pueblo de la plaza cuadrada del que os escribí antes). El primer día me sentía muy nervioso; todo me resultaba diferente y extraño, y el colegio tenía un olor característico a lápices de colores y estufa de leña.
«Me parecía enorme, pero probablemente era porque yo era muy pequeño y todo me resultaba inmenso en comparación.»
En el tejado del colegio, un reloj redondo de color blanco y negro nos indicaba cuándo debíamos entrar a clase. También en lo más alto del tejado, ondeaba una bandera a la que todos los sábados por la mañana debíamos cantar canciones patrióticas.
Dos de esas canciones aún permanecen en mi memoria, pues a esa edad todo queda grabado en el hipocampo; supongo que por ese motivo nos enseñaban esas cosas:
¡Para recordarlas siempre!
Mi aula no era muy grande y, aunque las paredes estaban pintadas de blanco, estaban muy manchadas por el humo del tabaco que fumaba el maestro (en aquellos años podían fumar cuanto quisieran). Detrás de la silla del maestro, había una cruz de madera junto a una foto de un militar que entonces era el jefe del Estado.
«En esa foto nos miraba a todos como si fuera a castigarnos, y a muchos de nosotros nos daba un poco de miedo».
Los pupitres eran de madera y tenían dos asientos cada uno. Estaban dispuestos en filas, y si el compañero que tenías delante era muy alto, casi no podías ver al maestro.
¡Pero lo curioso es que él sí te veía a ti todo el tiempo!
Como nuestra aula era muy fría, teníamos una estufa de leña que se encendía todas las mañanas. Un chico de la clase se encargaba de traer la madera del patio y, a cambio, el profesor le ponía buenas notas. Este chico siempre presumía de ello, aunque sus manos siempre estaban manchadas de carbón.
No recuerdo bien cuántos niños éramos en clase, pero creo que éramos más de cuarenta. Todos mirábamos hacia el maestro, situado en una tarima alta que lo hacía parecer más importante. No podías hablar ni distraerte, ni siquiera un poco. Todo era muy serio y disciplinado.
Mi primer maestro se llamaba Don José Vives. Era muy estricto. Cada vez que pasaba lista y nos nombraba, debíamos levantar el brazo y responder:
«Presente, para servir a Dios y a usted».
Si no lo hacías bien, te daba con una regla de madera en la palma de la mano. Siempre la tenía muy cerca, incluso cuando repasábamos las lecciones.
¡Esa regla no me gustaba nada!
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