En aquel pueblo, mi escuela era distinta, mucho más amplia y los maestros no nos castigaban con la regla cuando cometíamos errores. No era necesario cantar himnos patrióticos los sábados, aunque la imagen de Franco y la cruz de madera permanecían en el aula. Seguía vigente la segregación por género.
Fue allí donde aprendí a multiplicar y dividir, aunque fuese con una sola cifra, y también algunas reglas gramaticales. Crecí un poco, unos seis centímetros, pero aún no era muy alto.
La pierna que la polio había afectado no me causaba mucho problema, pero todavía no podía correr o jugar al fútbol con los demás. Algunos niños continuaban molestándome, pero al menos ya no me golpeaban.
En esa escuela viví algo que me llenó de tanta felicidad que jamás lo he olvidado.
Os lo cuento:
Casi todos los días teníamos clase de gimnasia, donde debíamos saltar un potro similar al que usan los atletas en las olimpiadas. Además, realizábamos otros ejercicios como flexiones, entre otros. Saltar el potro me resultaba difícil, pero hacía las flexiones bastante bien.
Luego, salíamos al patio para correr en fila, uno tras otro. Como me costaba correr, solía colocarme al final de la fila, ya que de todas formas terminaría último. Sin embargo, un día, antes de comenzar a correr, el compañero que tenía delante me ofreció su mano para ayudarme a no quedarme atrás. Al principio, me sorprendió, puesto que nadie antes había tenido ese gesto conmigo. Acepté su mano y logré terminar la carrera junto con el resto de mis compañeros.
He recordado ese momento muchas veces a lo largo de mi vida. Fue un acto de compañerismo que, junto con otras experiencias, fomentó en mí un fuerte sentido de solidaridad hacia aquellos que más necesitan ayuda.
En aquellos años, los días más especiales seguían siendo Navidad y el Día de Reyes. Aunque no recibíamos muchos juguetes, éramos felices con nuestra mamá a pesar de los problemas y dificultades.
Es posible que algún día os encontréis con niños que enfrenten problemas similares a los de nuestra familia. Al conocer la historia del abuelo, comprenderéis que no debemos juzgar a los demás. Desconocemos la realidad completa de lo que ocurre en sus hogares y, como bien sabes, los hijos no tienen culpa de las acciones de sus padres ni de los problemas familiares. Lo sé por experiencia propia y también por mi trabajo en el Centro de Protección de Menores, donde muchos niños a los que cuido y educo han vivido situaciones familiares muy difíciles, algunas incluso peores que las mías.
Puedo aseguraros que la mayoría de las veces solo necesitan amor y comprensión para ser felices y continuar con sus vidas.
Recordad siempre:
Si tratáis a otra persona con desprecio, se sentirá triste y reaccionará de forma negativa. Le impediréis su desarrollo y progreso. Por el contrario, vuestra comprensión y tolerancia le harán sentir aceptada y feliz.
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