Cuando papá regresó del lugar donde se encontraba, actuaba de manera extraña. Las discusiones con mamá eran cada vez más frecuentes hasta que, un día, tomó la decisión de marcharse a Eivissa, (la isla que os he señalado en el mapa hace unos capítulos). De vez en cuando, llamaba por teléfono. Una vecina permitía que llamase a mamá al teléfono de su casa. Pero yo nunca tuve la oportunidad de hablar con él.
Tras un largo silencio por su parte, mamá decidió que era hora de ir a buscarlo. Como el dinero escaseaba, vendió las últimas pertenencias de la bisabuela y compró cuatro pasajes en el barco de Alicante a Eivissa.
El barco zarpaba al caer la noche. Zarpar, como bien sabéis, significa emprender el viaje hacia su destino. En este caso, la embarcación que nos esperaba era una reliquia llamada “Ciudad de Alicante“. Su aspecto era el de un trasto viejo, oxidado y desprendiendo un fuerte olor a diésel, el combustible que alimentaba sus motores y que resultaba mareante para cualquiera que lo inhalara.
Hoy en día, se investigan combustibles menos contaminantes, como el bioetanol, un alcohol obtenido de plantas como la caña de azúcar, la remolacha o cereales como el maíz, incluso navegar con motores eléctricos. Sin embargo, para mí, lo más fascinante siguen siendo los barcos que navegan impulsados por el viento, con sus imponentes velas, al estilo de los piratas de antaño.
Era la primera vez que viajábamos en barco y, al principio, la experiencia nos resultó muy divertida. Sin embargo, al entrar en nuestro camarote (es como la habitación de un hotel), que al ser de tercera clase (los más económicos que mamá pudo comprar), nos encontramos con un espacio situado en la parte más baja del barco, similar a un sótano. El ruido ensordecedor de los motores, la suciedad y el deterioro del entorno nos marearon bastante. Al zarpar hacia Eivissa, el barco emitió un ensordecedor rugido de su pito: ¡tututu!, ¡tututu!…
Apenas abandonamos el puerto, la embarcación comenzó a balancearse de un lado a otro y los mareos se incrementaron apoderándose de nosotras, impidiéndonos dormir durante todo el trayecto. El viaje se prolongó durante casi siete horas, o quizás más; no lo recuerdo con exactitud.
Al llegar a la isla a primera hora de la mañana, un frío intenso y húmedo nos envolvió, yo estaba desorientado completo. El puerto, mucho más pequeño que el de Alicante, estaba impregnado de un fuerte olor a pescado. Cansado y mareado, no pude evitar sentir una profunda tristeza ante el panorama que se extendía frente a mí. A pesar de estar acostumbrado a los cambios de ciudad, este lugar me resultaba completamente extraño, como si me hubiera transportado a otro país.
La gente hablaba eivissenc, el idioma oficial de la isla, un dialecto del catalán. Aunque en mi familia se hablaba valenciano (un dialecto del catalán), el eivissenc me resultaba notablemente diferente.
El próximo día os escribiré sobre los dialectos y las distintas lenguas que se hablan en España.
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