Podría relataros numerosos detalles de aquellos primeros meses, pero por primera vez, me sentí triste e infeliz. No obstante, como os contaré más adelante, experiencias como esta despertaron en mí una fuerte empatía hacia aquellas personas más vulnerables. Con el transcurso de los meses, la situación comenzó a cambiar gradualmente. Mi mamá y papá hallaron un piso para alquilar. A pesar de ser muy antiguo y estar en mal estado, contaba con una cocina, un baño y una habitación individual para cada una de nosotras. En ese lugar residimos por varios años. El edificio se denominaba Ibosim, pero fue demolido debido a un problema conocido como aluminosis.
Os explico qué es la aluminosis:
Este defecto compromete la integridad estructural de edificaciones realizadas con ciertos materiales, como el hormigón. Con el transcurso del tiempo, dichos materiales pueden sufrir un deterioro que potencialmente convierte a la construcción en un entorno inseguro para sus ocupantes. Los constructores y arquitectos han tomado nota de estas deficiencias y, en la actualidad, optan por materiales más robustos y duraderos. En consecuencia, ya no se erigen edificios que presenten estos problemas.
Papá y mamá seguían discutiendo mucho y, aunque ya estábamos acostumbrados, nos dolía verlos pelear, especialmente a mamá. Papá siempre estaba enfadado y gritaba por cualquier motivo sin importancia.
Como vivíamos en una nueva ciudad, no estábamos inscritos en ninguna escuela. Por eso, mamá nos matriculó en un colegio municipal cerca del puerto. El maestro, don Ernesto, era muy amable y nos daba clases a todos los alumnos al mismo tiempo, aunque por edad nos correspondieran cursos diferentes. Don Ernesto puso todo su esfuerzo en enseñarnos lo más importante, ya que estábamos muy atrasados en comparación con los demás niños de nuestra edad. Aunque tenía una regla de madera muy grande, nunca nos pegó con ella.
Todos los días, escribía en la pizarra la fecha del día con tizas de colores. Su letra era tan bonita que, si se lo pedíamos, también la copiaba en nuestros cuadernos.
El colegio solo tenía un aula, a la que asistíamos chicos de diferentes lugares y edades, parecido a las escuelas que aparecen en las películas del oeste. Las chicas y los chicos aún no podían ir juntos al mismo colegio.
Estuvimos en ese colegio hasta qué mamá nos consiguió plaza en uno nuevo llamado Sa Bodega. Las aulas eran muy raras; parecían casas del desierto, pero me gustaban mucho. Como no encontrábamos mi cartilla escolar, me inscribieron en sexto curso, aunque aún no sabía dividir por dos cifras ni hacer quebrados.
Sin embargo, dibujaba muy bien. Un día, para demostrarlo, un profesor me pidió que dibujara una rosa, ¡y me salió genial!
Permanecí en esa escuela otros dos años, hasta que cumplí catorce. Fue una etapa difícil, pero también aprendí muchas cosas. Volví a sufrir acoso escolar; los niños acosadores no solo me insultaban, también me golpeaban con los puños. Eran mucho más brutos que en otros colegios.
Pero aprendí a defenderme, y poco a poco dejaron de molestarme. Nunca quise ejercer la fuerza, pero tampoco podía permitir que me agredieran cada vez que me veían. Así que un día decidí parar los golpes de un compañero del colegio. En una de esas ocasiones, cogí con fuerza su mano antes de que me golpeara. Quedó muy sorprendido, pues no esperaba mi reacción. Le pregunté la razón por la que me odiaba. No supo contestarme; simplemente se sentía superior a mí por mis problemas físicos.
Dialogamos un buen rato. Le dije que yo podía ser un buen amigo, que no era violento ni acosaba a nadie, y que compartía mis cosas con los demás.
“Si eres violento, los demás te tendrán miedo y pocas personas confiarán en ti”.
Al principio, el acosador no quedó muy convencido, pero como sujetaba su mano con fuerza, no tuvo más remedio que alejarse. Poco tiempo después, lo comprendió y nunca más intentó agredirme. Con los años, fuimos amigos, pues perdoné todas sus agresiones.
Siempre he preferido usar el diálogo para resolver los conflictos, nunca la violencia.
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