Crecía en altura y la polio debilitaba mi pierna. Apenas podía mover el pie y siempre tropezaba con cualquier obstáculo. Cuando cumplí dieciocho años, el doctor que seguía la evolución de mi enfermedad me sugirió viajar a Barcelona para consultar a un especialista en poliomielitis.
Este doctor era un cirujano ortopédico que prestaba servicio en la Seguridad Social. Su labor consistía en evaluar las dificultades en huesos y articulaciones y, en caso necesario, intervenir quirúrgicamente para solucionar el problema. Mamá no podía acompañarme, ya que trabajaba de cocinera y debía cuidar de mi hermana y hermano menor, y mi padre trabajaba como marinero en una compañía de barcos de pasajeros. Por lo tanto, debía viajar solo y arreglármelas por mi cuenta. Fue una experiencia nueva que afronté sin más remedio. No tenía miedo, pero sí un poco de nervios. Afortunadamente, la familia de unos amigos residía en Barcelona y se ofrecieron a acogerme en su casa.
Cuando llegué, la ciudad me pareció enorme. Me sentí un poco perdido e indefenso, pero estaba llena de vida y lugares muy hermosos y divertidos. Rápidamente me enamoré de ella.
Por primera vez, pude viajar en metro. Aunque era muy ruidoso y complicado para mí, me gustó la sensación de ir rápido a cualquier punto de la ciudad, por lejos que se encontrara. Eso sí, era preciso prestar atención para no pasarme de estación, pues si me colaba, tenía que bajarme y coger otro tren en sentido contrario. Fue un lío.
Me perdí varias veces hasta que le cogí el truco. 😏
Conocí a la familia Coll, el matrimonio que me acogió en su hogar. Eran personas sencillas, maravillosas y buenas. Tras esperar unos días, una mañana acudí a la consulta del especialista. Tuve que esperar un rato, ya que otras personas tenían citas antes que yo. Cuando entré, el doctor me recordó a ese primer médico que no quiso atender a mi madre enferma, ¿os acordáis? Pero, a diferencia de él, este doctor fue amable conmigo.
Me preguntó si venía solo. Le respondí que sí, pues mis padres no podían acompañarme (recordad que en aquellos años aún era considerado menor de edad), No dijo nada, solo movió un poco la cabeza, extrañado, pero me atendió sin problemas. Examinó mi pierna mientras caminaba por la consulta. Me observó con detalle durante unos minutos y dijo: “Vale, ya está”.
Redactó un informe para el hospital donde me tenían que operar, y en ese momento la consulta terminó. No comprendí bien lo que había ocurrido allí pues, apenas me dirigió la palabra.
Al día siguiente, fui al hospital (tomé el metro, pues ya era un especialista en trenes subterráneos). Otro doctor, que me dio la impresión de ser mucho más experimentado que el anterior, ordenó que me hicieran unas radiografías. Una vez que se las entregaron, examinó la pierna y el pie detalladamente y me explicó la intervención que me realizaría.
A cada exploración me preguntaba: “¿Ok?”. Aunque yo siempre le contestaba que sí con la cabeza, la verdad es que ¡no comprendía nada! 🤔
Creo que se dio cuenta de ello, así que me entregó otro informe en un sobre cerrado para que se lo llevase a mi padre. Cuando mamá y papá lo leyeron, no les gustó nada que me tuvieran que operar, pero no había otra solución. Mientras esperaba, seguí con mi vida normal. No les conté a mis amigos que pronto tendría que ingresar en el hospital. Tampoco sabía cómo se lo tomarían mis jefes en el taller metalúrgico. Además, debería aplazar todas las actividades en las que estaba comprometido. Era como empezar de nuevo y me angustiaba un poco.
En el próximo capítulo os cuento mi ingreso en el hospital
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