Dos años después de la primera cirugía, recibí una carta del hospital citándome para otra intervención. Me costó aceptarlo, ya que aún recordaba la primera con temor, especialmente los giros a las tuercas. Mi papá me aseguró que esta vez me acompañaría. Tuvimos una larga charla en el parque cerca de casa.
Fue la primera vez que tuve una conversación así con mi padre. Recuerdo claramente sus palabras. A pesar del distanciamiento que mantenía con él, hoy, que hace tiempo que falleció, pienso en las innumerables conversaciones que podríamos haber tenido y en los momentos de desencuentro y discusiones inútiles que podría haber evitado.
Nuestros padres no son perfectos (nadie lo es), y en ocasiones suceden cosas que te distancian de ellos. Es cierto que algunas de esas experiencias son difíciles de perdonar y quedan para siempre en tu memoria. Sin embargo, como mencioné al principio de esta historia, no puedes vivir eternamente en el rencor (yo nunca lo he hecho); es mejor perdonar y seguir con tu vida, llenándola de amor.
Con los años y recordando mis experiencias con mi padre, he llegado a valorar más que nunca la importancia de escuchar y aceptar aquello que no puedes cambiar, aunque no lo compartas y lo rechaces. He comprendido la importancia de buscar la reconciliación en lugar del conflicto. En la memoria de mi padre, encuentro la motivación para ser una mejor versión de mí mismo, para no cometer sus errores y para apreciar el amor que me tuvo.
Cuando llegué al hospital, tuve suerte. La segunda planta estaba llena, así que me ingresaron en la primera, donde alojaban a los pacientes privados. ¡Tenía una habitación solo para mí, con un escritorio y vistas al jardín! 😊La jefa de planta era otra monja, Sor Juana. No creo que le cayera bien; quizá la monja anterior le contó algo sobre mis creencias religiosas. No estoy seguro. Yo tampoco le tenía mucha simpatía; me recordaba a la monja que dijo cosas malas de mi mamá cuando éramos pequeños. Además, yo nunca la llamaba “hermana” ni “Sor”. Me dirigía a ella como “señora Juana”, y eso le molestaba mucho.
—Mi padre me regañaba siempre por llamarla señora —eso no ayudó a que fuera amable conmigo, pero la verdad, ya estaba acostumbrado a su forma de tratarme.
—¡Llámame hermana! —me repetía constantemente, muy enfadada, pero yo no la consideraba mi hermana, así que nunca lo hice.
Años después comprendí que este asunto no tenía importancia para mí. Hubiese podido respetar su petición sin problemas y dirigirme a ella como Sor. ¿Qué más daba? No me hacía daño alguno y para ella sí era importante. Estas cosas se aprenden con los años. 😉
Después de las pruebas habituales, me trasladaron al quirófano. Me pareció diferente, pero no recuerdo bien. En esta ocasión, cuando me inyectaron la anestesia, no me pidieron que contara hasta diez, pero dio igual, me quedé dormido en segundos. Cuando desperté, estaba de nuevo en la segunda planta. 😮¡Habían movido mis cosas mientras me operaban porque se quedó una cama libre!
Creo que, al despertar de la anestesia, le di un manotazo a Sor Juana (mi papá me lo contó), pero no fue a propósito; quizá me movió y me hizo daño, no lo sé.
Pero, ¡No podía creerlo! Esta operación me dolía más que la primera, pues, me realizaron tres intervenciones a la vez: me pusieron un pedacito de hueso de la cadera en el tobillo (a eso le llaman injertar), además de intervenir todos los dedos de mi pie enfermo. Aunque por suerte, en esta ocasión no me pusieron varillas metálicas con las tuercas, solo una escayola.
Después de unos días, me levanté de la cama, pero sin apoyar el pie en el suelo. Ya sabía usar las muletas, así que me resultó más fácil moverme por el hospital. Mis compañeros de habitación eran muy distintos, pero también muy simpáticos. Enseguida nos hicimos amigos.
Os voy a contar un secreto: por las noches, cuando las enfermeras y Sor Juana se retiraban a sus cuartos a descansar, mis compañeros de habitación y yo nos escapábamos a la cocina y nos comíamos las galletas. Nunca nos pillaron, pero creo que sospechaban de mí porque a veces miraban en el cajón de mi mesita. Estuve ingresado muchos días y tuve varios problemas. En una ocasión enfermé del oído y se me paralizó la mitad de la cara por el dolor. Estuve varios días con fiebre y sin poder comer porque no podía abrir la boca ni masticar.
La enfermera Cristina se lo comentó a Sor Juana, pero no le dio importancia:
—No será para tanto —dijo. 😠
Pero al ver que mi estado empeoraba, finalmente no tuvo más remedio que llamar a un doctor especialista en enfermedades del oído (se llama otorrinolaringólogo). Subió tras una operación (lo sé porque su bata estaba manchada de sangre), me examinó y se enfadó por no haberlo avisado antes. Yo no tenía la culpa de nada, le contesté, pero me dijo que no me echaba la culpa a mí, mientras miraba de reojo a Sor Juana. Sonrió y me recetó antibióticos, ordenando que me trituraran la comida. Me recuperé en unos pocos días.
El próximo día os cuento más cosas del hospital.
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