Aunque sufro de poliomielitis, nunca me he sentido menos capaz que los demás. Ya os he contado que siempre he pensado que podía hacer las mismas cosas que mis amigos: montar en bicicleta, conducir un coche, trabajar en un taller metalúrgico, manejar una ambulancia, estudiar y todas esas actividades que ellos realizaban sin dificultad. Es cierto que requería un poco más de esfuerzo por mi parte, pero lo compensaba con mi fuerza de voluntad para superar los obstáculos.
Cuando eres joven, intentas vencer muchas de las barreras que impiden tu desarrollo, especialmente si tienes alguna limitación. Aunque no puedo correr tan rápido como los demás ni saltar muy alto y a veces tengo que ser hospitalizado, ello no me deprime ni me paraliza.
La poliomielitis no tiene cura y es irreversible. Con el paso del tiempo, tus fuerzas se debilitan y aparecen problemas y dolores en partes de tu cuerpo que antes estaban sanas. No es algo que ocurra de la noche a la mañana, pero un día te das cuenta de que tu caminar es más lento y que los escalones que antes subías sin dificultad ahora te parecen mucho más altos. Es un proceso gradual que se manifiesta con los años y es innegable.
En una ocasión, hace muchos años, mi amigo Juan José se interesó por mi situación y me preguntó la razón de mi cojera (la verdad es que me sorprendió su pregunta: qué raro que no se haya dado cuenta hasta hoy, pensé). Le expliqué que me había contagiado de polio cuando contaba cuatro años y más o menos la historia de mi vida que os he descrito.
Me preguntó si disponía del certificado de discapacidad.
—¿El certificado de discapacidad? ¿Qué es eso?— le respondí.
Quedó extrañado de que no supiese nada de ese documento, pues él sí lo tenía por otros problemas de salud. Me comentó que le había abierto las puertas a algunos trabajos y mejoras sociales. Al principio, tomé el asunto como poco interesante para mí, ya que nunca me he considerado discapacitado, así que no presté mucha atención.
Días después, no estoy seguro por qué razón, reflexioné sobre las secuelas que la polio había dejado en mi. Limitaciones físicas que desde pequeño me dificultaron realizar ciertas actividades y, de adulto, me cerraron las puertas de muchas profesiones (recordad la de celador del puerto de Eivissa), además, me llevaron al hospital en varias ocasiones.
No me consideraba discapacitado, pero la realidad es que tenía una discapacidad.
Actualmente, se debate sobre cómo referirse a las personas con discapacidad. Durante mucho tiempo, se nos llamó de formas muy distintas como: “pobres”, “subnormales”, “inválidos”, “discapacitados” o “disminuidos”. Esto, lejos de ser trivial, supone etiquetar a las personas en función de lo que se considera una persona “normal”. Considerad que ello afecta a la autoestima de muchas personas con este tipo de dificultades.
Las Naciones Unidas adoptaron en 2015 un nuevo símbolo: una figura humana universal con los brazos abiertos que representa la inclusión y la accesibilidad de todas las personas. Es bonito, ¿verdad?
Este símbolo representa la inclusión, la accesibilidad y los derechos de todas las personas con discapacidad. Busca la apertura y la inclusión de todas las personas, independientemente de sus capacidades físicas o mentales. Se utiliza para promover una sociedad que valora y respeta la dignidad y la contribución de las personas con discapacidad, y fomentar su plena participación en todos los aspectos de la vida.
El símbolo es una herramienta poderosa para comunicar el mensaje de que la discapacidad no debe ser una barrera para la participación plena y equitativa en la sociedad. Promueve una visión de un mundo inclusivo donde todas las personas, independientemente de sus capacidades, sean valoradas y respetadas
No existen personas discapacitadas, existen personas con discapacidad.
Tras pensarlo unos días, decidí solicitar el reconocimiento oficial de mi discapacidad. Esto no cambió mi salud, pero sí mi forma de verme y de relacionarme con los demás.
Por primera vez, fui plenamente consciente de los problemas que enfrentamos diariamente las personas con discapacidad. No me siento inferior, pero reconozco que algunas cosas son más difíciles para mí que para otras personas, y eso no me hace menos capaz. A lo largo de mi vida, he aprendido que lo mejor es afrontar las dificultades con optimismo, ilusión y creatividad. Debes intentar ser fuerte y resistente.
Lo más importante es que ahora me siento parte de un grupo de personas que, como yo, luchan por superar las barreras que nos impone la enfermedad.
Es cierto, no camino muy rápido y a veces uso un bastón y una ayuda para la rodilla, pero no lo considero una desventaja. Más bien, al caminar despacio, puedo pensar y reflexionar con más calma y serenidad.
Recordad siempre:
Vuestras capacidades se moldean con la fortaleza mental y la motivación, no con las limitaciones.
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