
En un pequeño pueblo de apenas cien habitantes, situado en un hermoso valle rodeado de colinas y campos verdes, vivían Cayetana y su abuelo, Don Manuel. Aunque Don Manuel ya era muy mayor, compartía con su nieta una curiosidad inagotable por el mundo natural. Ambos amaban la naturaleza y todos los seres vivos que la habitan. No importa cuán pequeños sean, todos merecen respeto y amor. Cada tarde, solían salir a pasear por el campo, recorriendo caminos conocidos y disfrutando de los paisajes que se desplegaban ante sus ojos.
Don Manuel aprovechaba esos paseos para hacer una pausa y compartir un bocadillo de queso con Cayetana. Solían descansar a la sombra de una frondosa higuera, que, según la temporada, ofrecía sabrosos higos o brevas. La diferencia principal entre estas frutas es que las brevas aparecen primero en el verano y son un poco más grandes, mientras que los higos llegan más tarde y son algo más pequeños. ¡Ambos son deliciosos y crecen en el mismo tipo de árbol!
Un día, mientras paseaban, Cayetana y Don Manuel notaron algo inusual: había muchos caracoles en el suelo, y parecían estar en peligro. La lluvia reciente había creado charcos y barro por todas partes, y los caracoles estaban en riesgo de ser aplastados por los transeúntes o de quedar atrapados en el barro.
—¡Abuelo, tenemos que hacer algo para ayudarlos! —exclamó Cayetana, preocupada.
Don Manuel sonrió y asintió. —Tienes razón, Cayetana. Los caracoles, aunque pequeños, son muy importantes para nuestro ecosistema. Debemos ayudarles a encontrar un lugar seguro.
Juntos, comenzaron a recoger cuidadosamente los caracoles que encontraban en el camino. Don Manuel le explicó a Cayetana cómo los caracoles ayudan a descomponer la materia orgánica y mantienen el equilibrio del suelo. También le dijo que, aunque parecieran pequeños e insignificantes, cada ser vivo tiene un papel crucial en la naturaleza.
Cayetana escuchaba atentamente, y con cada caracol que recogían, se sentía más determinada a protegerlos. Decidieron llevar a los caracoles a un área apartada del camino, más protegida y libre de peligro. Era un rincón tranquilo, lleno de hojas secas y húmedas, perfecto para que los caracoles pudieran estar seguros y continuar su vida sin molestias.
La tarea no era fácil. Era necesario salvar muchos caracoles —más de mil— y trasladarlos a su nuevo hogar sin dañarlos. Cayetana y Don Manuel trabajaron durante toda la tarde, hablando y riendo mientras ayudaban a los caracoles a encontrar su refugio. Con cada caracol que trasladaban, Cayetana sentía que estaba haciendo algo realmente valioso.
Después de más de dos horas, Don Manuel y Cayetana se sentaron apoyados sobre el tronco de la higuera. Estaban cansados pero muy felices. Cayetana miró a su abuelo con admiración.
—Gracias por enseñarme lo importante que es cuidar de todos los seres vivos, no importa cuán pequeños sean. Me siento bien sabiendo que hemos hecho algo bueno —dijo Cayetana.
Don Manuel abrazó a Cayetana con cariño y le respondió: —Lo importante, Cayetana, es recordar que cada vida tiene su valor y su papel en el mundo. Ayudar a los más pequeños nos enseña a respetar y valorar todo lo que nos rodea. La naturaleza es un gran entramado de vida, y todos somos parte de él.

Esa noche, mientras Cayetana se preparaba para dormir, reflexionó sobre su aventura y lo que había aprendido. Entendió que el respeto por la naturaleza y todos los seres vivos, grandes o pequeños, es fundamental para vivir en armonía con el mundo que la rodea.
Durante esos días de verano, Cayetana y su abuelo continuaron ayudando a los animales en necesidad. La gran aventura de salvar a los caracoles les enseñó una lección valiosa que Cayetana llevaría consigo para siempre: cada vida es importante, y todos tenemos el poder de hacer del mundo un lugar mejor.
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