Ya conocéis la historia de vida del abuelo Po, pero mis aventuras no terminan aquí. Aún me queda un trecho por recorrer en la senda de la vida y, mientras esto sea así, seguiré compartiendo con vosotras todas las lecciones que voy aprendiendo.
Ya os he contado que actualmente trabajo como Educador Social en un Centro de Protección de Menores. Es una labor que a veces resulta muy difícil y agotadora, pero me permite experimentar, día a día, el valor de entregarse a quienes más lo necesitan. Esta responsabilidad responde a mis inquietudes humanitarias y con ella me identifico plenamente. Por esta razón, cuando termino mi jornada laboral, aunque esté cansado y mi enfermedad me cause dolor, no pienso en la jubilación, aunque ya pueda hacerlo por edad.
Los Centros de Protección de Menores son lugares especiales donde residen niños, niñas y adolescentes que, por distintas razones, no pueden estar con sus familias. Estos centros les proporcionan un hogar temporal y velan por ellos mientras se busca una solución para que puedan regresar con sus familias o encontrar un nuevo hogar.
Yo desempeño mi trabajo en un Centro de Acogida Residencial, que es uno de estos sitios.
En nuestro centro, colaboramos muchas personas: cocineras, psicólogas, maestras, conductores, y, por supuesto, educadores sociales como yo. Todos tenemos una misión importante: asegurarnos de que cada niño y niña que llega aquí se sienta segura y protegida.
Cuando un niño o niña llega por primera vez al centro, nos organizamos para que su llegada sea lo menos traumática posible. Imaginad lo complicado que puede ser para ellas, porque es una experiencia nueva y, a veces, un poco aterradora. Además, deben acostumbrarse a nuevas reglas y responsabilidades, que quizás no formaban parte de su vida anterior.
Entre los educadores, hay quienes son como rocas, siempre firmes y claros con las normas. Su tarea es asegurarse de que todos los niños y niñas comprendan lo que está bien y lo que está mal, y esto les da seguridad, especialmente a aquellos que han vivido en situaciones muy difíciles.
Por otro lado, otros educadores son como nubes de algodón, siempre suaves y comprensivos. Ellos están allí para ofrecer consuelo y apoyo emocional cuando los niños lo necesitan. A veces, entienden que es necesario ser más flexibles y adaptarse a lo que los niños sienten en ese momento.
Aunque somos diferentes, todos los educadores compartimos el mismo objetivo: que los niños y niñas se sientan bien cuidados y apoyados. La diversidad en el equipo es importante porque permite que los menores experimenten distintas formas de afecto y orientación, lo cual les ayuda a crecer y adaptarse mejor a las situaciones de la vida.
Y si os preguntáis qué tipo de educador soy yo, os diré que soy nube de algodón. Me gusta escuchar y comprender sin juzgar.
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