
¿Hoy quiero compartir con vosotras una reflexión que me ha estado rondando la cabeza. A medida que pasan los años, algunas realidades pesan más en el corazón. Antes tenía una energía inagotable para cambiar el mundo, pero ahora, con más años y experiencias, siento que ciertas injusticias duelen con mayor intensidad. Observo cómo la historia se repite, cómo los conflictos y las desigualdades persisten, y me pregunto qué mundo heredaréis vosotras. Por eso, hoy quiero contaros la historia de Moussa, un joven de Senegal al que tuve la oportunidad de conocer y apoyar en el Centro de Menores. Su historia es un reflejo de lucha, esperanza y resiliencia.
Imaginad por un momento que alguien a quien queréis con todo vuestro corazón tuviera que dejar su hogar sin garantías de llegar con vida al otro lado. Imaginad que su única opción para un futuro digno fuera cruzar el mar, atravesar fronteras y enfrentarse a un mundo que le mira con recelo. Sé que suena duro, y lo es. Pero no es una historia inventada. Es la historia de Moussa.
Moussa nació en una familia numerosa, en una aldea donde el trabajo era escaso y el futuro, incierto. Desde muy joven aprendió a soldar, pero su mayor aprendizaje fue sobrevivir. Cuando tuvo la oportunidad, decidió intentarlo. No porque quisiera dejar su hogar, sino porque quedarse significaba resignarse a una vida sin opciones. El primer tramo de su viaje no fue en el mar, sino en el desierto. Atravesó kilómetros de arena, con el sol quemándole la piel y el polvo secándole la garganta. Durante días viajó en camiones abarrotados, a pie, en cualquier medio que lo acercara a la costa. No siempre tuvo comida, no siempre tuvo agua. Vio a personas caer por el camino, agotadas. Pero siguió adelante.
Cuando llegó a la costa, le dijeron que su única opción era subir a una patera. Las pateras son embarcaciones pequeñas e inestables, sobrecargadas de personas que, como él, solo tenían la esperanza como salvavidas. Pagó 3.000 euros por un espacio en una de ellas. Una cantidad de dinero imposible para él, pero que consiguió con ayuda de su familia, que se endeudó para dárselo. No podían imaginar que, en lugar de pagar por un viaje seguro, estaban pagando por una sentencia incierta.
La embarcación salió de noche, sin apenas víveres ni espacio para moverse. Moussa y otras 55 personas pasaron ocho días en el mar, sin más paisaje que el horizonte infinito y el miedo constante a no llegar. El octavo día, se quedaron sin combustible.

El agua se acabó. La comida también. La desesperación empezó a hacer estragos. Los motores dejaron de rugir y solo quedó el sonido del mar, implacable. Cuando el rescate llegó, Moussa apenas podía sostenerse en pie. Fue trasladado a tierra firme, pero lejos de encontrar seguridad, se encontró bajo custodia policial. Moussa no hablaba español. No sabía dónde estaba. Lo llevaron de un lugar a otro, como a tantos jóvenes que llegan sin papeles, sin referencias, sin familia. Durante semanas vivió en la incertidumbre. Después de varias vicisitudes, descubrieron que era menor de edad. Lo enviaron a una pequeña provincia, donde, sin oportunidades ni apoyo, no tuvo más opción que buscar trabajo en el campo como temporero.
Sin contrato, sin salario digno, sin derechos. Con el miedo constante de que, si alguien lo denunciaba, lo devolverían al punto de partida. Hasta que alguien lo miró como persona y no como problema. Alguien que no vio en él un «migrante ilegal», sino un joven con ganas de aprender. Le enseñaron español, a sumar, a manejar la moneda, a entender las reglas de un país que hasta ese momento solo lo había tratado como un extraño. Le explicaron qué era un contrato de trabajo, qué podía hacer para regularizar su situación. Le dieron herramientas para defenderse, más allá de sus propias manos.
Y entonces, Moussa volvió a emprender su camino. Su destino sigue siendo incierto. Pero ahora, al menos, tiene algo que antes no tenía: conocimiento. Y eso puede marcar la diferencia entre la explotación y la dignidad.

No es solo Moussa, es la historia de muchas jóvenes
Llevo años trabajando con jóvenes en situaciones como la suya. He sido testigo de su esfuerzo, de su dolor, de sus ganas de aprender y salir adelante. Pero también he visto cómo muchas veces les cerramos las puertas, cómo los discursos de odio los convierten en una amenaza en lugar de verlos como lo que son: personas con derecho a vivir con dignidad.
Mi trabajo como educador social no es solo enseñar español, ayudar con trámites o acompañar en su proceso de integración. Es también abrir los ojos a una realidad que muchas veces se ignora. No importa desde qué parte del mundo leas esto: la migración es un tema global. No es solo una cuestión de Europa, América o África. En cualquier país hay personas que llegan buscando refugio, trabajo o simplemente la oportunidad de una vida digna.
Sin embargo, en muchas sociedades, se han levantado fronteras invisibles: prejuicios, estereotipos, leyes que dificultan la integración en lugar de facilitarla. Nos han enseñado a temer al otro en lugar de verlo como alguien con quien compartir y aprender.
CONSEJO PARA LA VIDA
Escuchad antes de juzgar, acercaos en vez de alejaros y tended una mano en vez de dar la espalda. A veces, un pequeño gesto de comprensión puede cambiar el rumbo de una vida. La empatía y la solidaridad no solo alivian el sufrimiento ajeno, sino que también construyen un mundo más humano.
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