
Hay algo que me inquieta últimamente, y necesito compartirlo. Como educador social, trabajo con chicos y chicas que han vivido más de lo que les correspondía. Y muchas veces, esa mochila emocional aparece sin avisar, sobre todo cuando se sienten atacados o juzgados.
Me preocupa ver cómo algunos menores dejan salir su ira al instante, sin filtro, como una respuesta automática ante el dolor. No es porque quieran hacer daño. Lo hacen porque no saben cómo protegerse de otra manera. Es su modo de gritar “me está doliendo”.
Hace poco trabajé con uno de esos chicos que, cuando se siente insultado o menospreciado, no lo piensa: actúa. Siente que lo están humillando, que le cuestionan su valor, su inteligencia, y entonces… salta. A veces con un empujón, otras con un grito. Y cuando ya ha pasado, se queda con una mezcla de culpa, frustración y silencio.
Buscar otras formas de reaccionar
Durante varios encuentros, intentamos buscar juntos alternativas a ese impulso. No se trata de reprimir la rabia, sino de entenderla y usarla de forma que no lo deje peor de lo que estaba. Hablamos de parar un momento antes de responder, de respirar a conciencia, de salirse del sitio cuando todo empieza a hervir. Le propuse incluso que probara a escribir lo que siente, o que se lo contara a alguien en quien confiara.
Poco a poco fue entendiendo que no tiene que dejarse llevar siempre por lo primero que le sale. Que puede elegir cómo responder, y que hacerlo no lo hace más débil, sino más fuerte.
Lo que más me removió
Lo que más me dolió fue cuando me dijo que, aunque consigue controlarse y no responder con violencia, cuando se lo cuenta a algunos profesores, la respuesta es: “vale, ya lo veremos”. Como si no se creyeran su esfuerzo. Como si ya estuviera condenado a ser “el conflictivo”, pase lo que pase.
¿Cómo va a seguir esforzándose si nadie le reconoce el paso que ha dado?
Este tipo de situaciones me hacen pensar que a veces, sin darnos cuenta, reforzamos justo aquello que intentamos evitar. Y eso puede ser devastador para un adolescente que está aprendiendo a gestionar lo que siente.
Miradas que ayudan, miradas que bloquean

Este chico no necesita que le aplaudan por no pegar a nadie. Pero sí necesita que alguien vea su cambio. Que le digan: “Lo estás haciendo bien. Te estás controlando. Estoy viendo tu esfuerzo.” Porque eso también educa. Eso también sana.
Me preocupa que, como personas adultas, a veces no escuchemos cuando más hace falta. Y sin querer, terminamos empujándoles al mismo sitio del que intentaban salir.
Sigo creyendo en las segundas oportunidades
No tengo recetas. Solo herramientas que a veces funcionan y otras no. Pero sí tengo la certeza de que cada vez que un chico se siente escuchado y respetado, su rabia pierde fuerza. Y que cuando alguien confía en él, se atreve a cambiar.
En este espacio, eldiariodepo.net, comparto estas vivencias porque creo que la educación social también se hace con emociones, con paciencia y con mirada larga. Y porque si algo me mueve cada día, es la certeza de que ningún menor está perdido mientras alguien siga creyendo en él.
Gracias por leerme. Comparto esta experiencia porque sé que no soy el único que se preocupa cuando ve a un menor estallar de rabia sin entender bien por qué. Ojalá sigamos abriendo espacios donde puedan hablar, respirar y encontrar otra forma de defenderse. Yo, al menos, sigo en ello.
Las imágenes que acompañan este artículo han sido generadas mediante inteligencia artificial con la herramienta DALL·E (OpenAI), siguiendo indicaciones específicas para representar situaciones reales de intervención socioeducativa.
Deja una respuesta